Extraña existencia

“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías?”

 

Jorge Luís Borges



       —¿Te has dejado la puerta abierta? ¡Te has dejado la puerta abierta! ¡Dios mío, no puedo creerlo!
—¿Y qué quieres que haga? ¡Ya estamos otra vez! ¿Por qué siempre le echas a los demás la culpa de todo lo que pasa? ¿Sabes?, creo que estás en el camino, que acabarás loco de atar como toda esa gente que hay ahí fuera haciendo y diciendo cosas raras.
—Perdona... pero... te has dejado la puerta abierta y Dios sabe cuándo podremos cerrarla  —casi sollozando—. Tienes razón perdóname, yo sólo... no sé... es esta situación… esta locura.
—Te   lo  he  dicho  mil  veces,  no  le  des  más  vueltas —conciliadora—, todos hemos pasado por esto. Bueno, está bien todos no, la mayoría de la gente ni siquiera se ha planteado el sentido de su existencia. Pero mira, esto es lo que hay y lo más inteligente es sobrellevarlo como sea, qué vas a hacer, seguir viviendo, porque ¿estamos vivos no? Eso es innegable.
Mirada profunda, perdida, hueca.

Emilio Carmona Prado trabaja como oficinista por la mañana y dedica las tardes a su familia. Necesita mantenerse siempre activo, física o mentalmente hasta que el cansancio acaba por vencerlo. Duerme un mínimo de seis horas antes de comenzar un nuevo día. Programa sus fines de semana y vacaciones para no permanecer ocioso —en el peor sentido del término— ni un solo minuto. Resumida así su vida podría pensarse que ésta resulta excesivamente aburrida y monótona, sin embargo, Emilio tiene una peculiar manera de contemplar los acontecimientos que conforman su particular biografía. Se siente inmerso en una realidad extraña, en la que diariamente suceden cosas asombrosas. Acontecimientos o hechos simples que al común de los mortales le resultan intrascendentes a Emilio le impactan sobremanera. Emilio se apresura para anotar aquellos sucesos, y sus pensamientos referidos a ellos, sobre su pequeño cuaderno de hojas de seda en cuya superficie desliza con gran placer su especialísimo bolígrafo de escritura supersuave.

—Pero qué... —mirando hacia el cielo, perplejo— Esto es demasiado.
—Bueno, ya lo has visto, yo me di cuenta nada más salir —dirigiendo la vista hacia el mismo lugar—. Y te preocupabas por la puerta abierta...
—¿Ves algo en lo que haya quedado enganchado? ¿Algún cable? ¿Una cuerda? Un... una... —echándose las manos a la cabeza— Es para volverse loco.
A unos veinte metros del suelo un paracaidista permanece suspendido en el aire, pataleando, todavía no muy consciente de lo que le sucede. No desciende ni varía significativamente su posición en las alturas, y los que le observan tratan de hallar una explicación a la congelación o pausa en la que parece haber quedado sumido su descenso.
—¡Habrá que llamar a los bomberos, a la policía! ¡Demonios! ¡A alguien habrá que llamar!
—Tranquilo, tranquilo —abrazándole—. Sabes que no podemos hacer nada, tranquilízate.
—Nunca creí lo que contaban, estaba convencido de que eran fantasías delirantes de una panda de iluminados, y ahora, desde... ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Días, meses, quizá años?
—Cálmate —aún abrazándole—. Pasará, todo volverá a ser normal. Ya lo verás.
—¿Y si no pasa? ¿Y si nos quedamos atrapados en este... este...? Limbo blanco ¿no es así como le llaman?

Los niños acostados, hoy extraordinariamente temprano y su pareja agotada para hacer otra cosa que no sea meterse en la cama con un libro y quedar profundamente dormida cinco minutos después. Emilio Carmona Prado siente que la noche comienza plena de posibilidades para abordar las tareas intelectuales que tiene pendientes. Pero en un gesto espontáneo prende la televisión y comienza a cambiar de canal una y otra vez, de pie, frente al aparato, sin apartar la mano de la botonera. Así permanece muchos minutos, tantos como para comenzar a sentir calambres en su hombro derecho, entonces decide sentarse, sólo un rato, o eso piensa, con el mando a distancia en su poder para recorrer de nuevo uno a uno hasta setenta veces y vuelta a empezar todos los canales de su televisor, deteniéndose en unos una cantidad de tiempo variable, pasando rápidamente por encima de otros hasta que, ya de madrugada, se lamenta por haber perdido la oportunidad de aprovechar de forma productiva todo el tiempo que ha desperdiciado frente al televisor.
Al día siguiente, por la noche, estará muy cansado y sólo le apetecerá acostarse y dormir, o frente a la pantalla del ordenador las horas volarán mientras navega por Internet, o dedicará su tiempo a leer, o —en la mejor de las situaciones— hará el amor con su mujer hasta quedar rendido. En cualquier caso siempre, al comenzar el nuevo día, se planteará firmemente el terminar la jornada provechosamente y puede que rece: "Musas, demonios, dioses y espíritus concededme en este día la inspiración y la fuerza suficiente para llevar adelante la empresa titánica en la que estoy embarcado: abrirme paso por la espesa jungla tan solo con la ayuda de mi imaginación y mis manos".

—Dónde crees que irá a caer?
—Pues dónde va a ser... En nuestra casa: en el jardín, en la piscina, quizás entrará por una ventana haciéndola añicos, o quedará enganchado en el tejado y seguro que a partir de ese momento entrará en nuestras vidas, quién sabe... puede que hasta me enamore de él o algo más extraño aún...
—¿Qué dices? —mirándola espantado.
—Echa un vistazo a lo que ha sido nuestra vida en los últimos tiempos ¿Te parece normal todo lo que nos ha pasado?
—Ahora eres tú la que se altera.
—No, de veras que no. Aunque debería hacerlo, tendría que estar asustada porque he perdido la capacidad de sorprenderme, aunque sobrevenga el hecho más extraño. ¿Que hay un tipo ahí colgando en el aire desafiando la Ley de la Gravedad? Pues bueno, ya bajará. Y cuando así suceda ten por seguro que algo relacionado con él vendrá a enredar nuestras vidas. Va a caer, aterrizará en nuestra parcela y este hecho necesariamente implica que algo importante nos ocurrirá a partir de ese momento; no se lo llevará una ambulancia o se matará o recogerá su paracaídas y se marchará sin más pidiendo socorro o un cura o disculpas, no, nos joderá la vida, sí estoy casi segura, bajará para jodernos la vida.
—Hacía mucho que no salían palabras sucias de tu boca.
—Sí, esa es otra, ¿te parece natural la forma en la que hablamos? ¿Tantos giros y ese lenguaje enmarañado como de personajes de novela? ¿Ni un solo taco en cuánto tiempo? ¡Hostia! ¡Me cago en la puta! ¡Joder! ¡Mierda! —estallando al llorar— ¡Mierda!
—Chsss, tranquila —abrazándola él ahora para tratar de calmarla—. Estamos juntos en esto —acariciando su pelo—, eso es lo importante, mi amor, estamos unidos.
—Sí, de momento —contesta ella, haciendo una brusca pausa en su sollozo.

Una noche más Emilio Carmona Prado parece abocado a perder su precioso tiempo frente al televisor, cambiando sin parar de canal, cuando una idea digna de ser anotada en su cuaderno de hojas de seda cruza por su mente fruto de la autística acción que está ejecutando. "¿Y si la programación entrara en pausa en los canales que no visiono? Un anuncio no daría paso a otro o al programa siguiente hasta que no dejara sintonizada su frecuencia mientras concluye. Necesitaría, pues, setenta televisores encendidos permanentemente y cada uno de ellos en un canal distinto para que la vida televisiva siguiera su curso normal". Emilio decide anotar la idea directamente en su ordenador y de ese modo dar el paso de aproximación necesario para continuar escribiendo la novela que a medio empezar o a medio terminar, según su estado de ánimo y grado de inspiración, permanece a la espera en su carpeta de Documentos. Piensa entonces en todo el tiempo en que ha dejado abandonada aquella historia y en la posibilidad de que sus personajes hayan vivido por su cuenta, sin duda una extraña existencia, desde el momento en que escribió aquel último párrafo que ahora relee:
“Ella abrió la puerta y respiró profundamente el aire luminoso de la fresca mañana y, al hacerlo, estirándose hacia atrás y elevando su cara al cielo, pudo ver al paracaidista descendiendo.”

Por qué soy buena persona

No soy buena persona. Sólo es una actitud que adopto en mi forma de ser en esta vida, nada más. Me resulta más grato aparecer ante mis semejantes como un individuo tolerante, conciliador, optimista, reflexivo, generoso, humilde, servicial y educado. Soy así no porque sea esta mi naturaleza, sino simplemente porque me aplico con disciplina para comportarme de este modo. Resulta más placentero ser querido por todos que pasar desapercibido o despertar las normales filias y fobias que recibe todo el mundo por parte de los que les rodean. Y no es nada fácil, bueno, para mí sí que lo es porque tengo un don, quiero decir que no todos están capacitados para adoptar este papel y, si me paro a meditar detenidamente, también yo mismo he de esforzarme en determinados aspectos que influyen en la percepción que los demás tienen sobre mí; hablo de la imagen y la forma física. No profundizaré sobre mi gran dominio del método Stanislavski. Dos horas de gimnasio diarias no pasan inadvertidas, tampoco los conocimientos propios de un experto esteticista que he adquirido de forma autodidacta y que empleo para embellecerme exteriormente.
Es cierto, no soy buena persona. Para quien me conozca, mejor dicho, para quien crea conocerme puede resultar chocante escucharme decir esto pero, de hecho, si me lo propusiera podría llegar a ser un verdadero terrorista social, un manipulador, un prestidigitador de sentimientos ajenos, un auténtico cabrón. Sé cómo granjear la confianza de la gente, empatizar de tal modo que me cuenten sus más íntimas experiencias, deseos y frustraciones. Poseo material biográfico y psicológico suficiente para, en caso de querer usarlo, llevar al borde de la desesperación a una cantidad ingente de personas. Ya he trazado más de un plan de acción, meticuloso y maquiavélico, que llevado a cabo ordenadamente y con astucia podría conducir al suicidio a unos cuantos de mis amigos y seres queridos. Sería un interesante experimento social llevar a alguien de la mano hasta la muerte mientras me besa con fruición considerándome su único amigo, su fiel hermano. Sí, este sería un reto algo más complicado, tampoco considero que demasiado, no vayan a creer.
¿Y qué tal convertirme en un psicópata? Muchas veces fantaseo con el cálculo del número de personas que podría llevarme por delante antes de ser detenido, descubierto o eliminado. No practicaría una serie de asesinatos espaciados en el tiempo acumulando y saboreando experiencias criminales a lo largo de meses y años, más bien procedería de forma inmediata y continua. Uno, dos, tres, cuatro... con cada nueva víctima, borracho de adrenalina, decidiría en cuestión de segundos si retirarme a tiempo o seguir adelante; uno más y ya.
No, para qué engañarme, de elegir convertirme en homicida practicaría el asesinato selectivo. “Aquí les muestro 2 pasos básicos para bailar salsa, practiquen con nosotros y verán lo fácil que es, haremos las marcas con los dos pies, contamos con un pie 1,2,3 y con el otro 5,6,7”. Mataría con placer al cerdo que cada mañana baila con mi mujer en el primer canal de la televisión local. No me hace bien, lo sé, pero no puedo evitar sentarme cada día delante de la pantalla para observar cómo se lanzan miradas de complicidad y cruzan sonrisas, mientras describen los pasos medidamente correctos de tal o cual tipo de baile. Sin embargo, más que odio siento una gran impotencia por la falta de control sobre los celos que me consumen. Yo, que presumo de gran dominio sobre mis actos, los de los demás y las circunstancias que rodean mi vida. Minusválido de oído musical, arrítmico de nacimiento y enfermo de amor hacía mi pareja, he venido a dar con la mujer de mi vida en la figura de una bailarina profesional. Cada día observo su programa, y la veo desenvolverse con gracia dirigida por su pareja, el guapo bailarín de sonrisa seductora y mirada ardiente ante el que nada tendría yo que hacer en una pista de baile, a decir verdad lo mismo que ante la competencia de un pingüino afectado de vértigo, pues como digo soy totalmente negado para el arte de la danza. Lloro desconsoladamente a solas frente a la pantalla del televisor mientras sigo sus evoluciones por el plató pero de ningún modo permito que este sentimiento, que percibo tan irracional y absurdo como irreprimible, afecte a mi conducta o enturbie el trato que ella puede observar en mí cuando estamos juntos. Por algo mi signo zodiacal es libra. La armonía y el equilibrio se basan en una complicada interacción de fuerzas y leyes físicas y gravitatorias.
Soy buena persona por puro egoísmo hedonista, pues no creo en Dios, ni en el karma, ni en el destino, ni en el horóscopo. Me río de todo y de todos. Como diría cierto moderno héroe televisivo me meo en tos vosotros. Pero nadie parece darse cuenta. Ateo y descreído de todo, afortunadamente, podría decir si es que de verdad me importara lo que voy a contar, porque de no pensar así, ya me podría considerar de hecho un criminal. Bien, yo lo achaco por supuesto a la casualidad, pero lo cierto es que más de dos y de tres personas a las que he odiado profundamente han sobrevivido sólo unos meses después de que yo les deseara la muerte. He llegado a ritualizar el homicidio que sólo con mi poder mental soy capaz de cometer de modo que para que las malas vibraciones que envío resulten efectivas, debo desear la muerte de mi víctima verbalizándolo mentalmente mientras mantengo algún tipo de contacto físico con ellos, generalmente estrechando nuestras manos o besándonos. Expresaré el pensamiento que les dedico de una forma políticamente correcta para no resultar sexista: Hijo/a puta, ojalá te mueras. He calculado que en el plazo de cuarenta semanas los infelices que son objeto de mi premeditada ira mental han fallecido o adquieren una grave enfermedad que a corto plazo les conduce a la tumba. Es por ello que mi capacidad de perdón no tiene límite y todos se asombran por mi saludable falta de rencor hacia las personas que tratan de hacerme daño; por lo general prefiero sellar toda rencilla siempre con un beso o un sencillo apretón de manos. Soy así de generoso.
Podría hablar de mi infancia, practicar la autoregresión para hallar el origen de mis problemas emocionales, crearlos si no existen, es cuestión de escarbar un poco en los recuerdos o en algún suceso concreto que en apariencia se desvíe de la normalidad, elaborar un par de buenas hipótesis y darlas por irrefutables, se localiza así —o se inventa— el problema y a la vez se exculpa uno mismo. Podría repasar mi biografía durante mi infancia y adolescencia identificando rasgos de mi personalidad que denoten que algo no funcionaba bien ya desde entonces. Mi enojo siempre que era corregido, el considerarme más importante que nadie, mi impulsividad, el ostensible alardeo de mis logros, el culpar siempre a los otros de mis propios errores, la burla cruel hacia los demás que tanto placer me reportaba, las situaciones de riesgo y peligro físico en las que continuamente me veía involucrado, la falta de verdaderas amistades, el nulo sentido de culpa, aquella etapa de experimentación sádica con animales, mi agresividad y mi habilidad para el liderazgo, mis devaneos con las drogas. Pero ahora no tiene sentido hurgar en el pasado ni psicoanalizarme, porque he cambiado, soy normal, es más, soy buena persona.
Entonces, ¿por qué escribo? Quizás por la inconfesable y secreta esperanza de que sea leída mi historia para alimento de mi narcisismo sin mesura. Puede también que para poner orden en mi cabeza, para dar coherencia a la relación entre mi pensamiento y mis actos. O tal vez, simplemente, como suele mantener la moderna teoría criminológica, porque el asesino siempre siente la necesidad de regresar al lugar del crimen. Bajo esta última consideración, todo este ensayo introspectivo no sería más que una excusa para poder hablar de mi más reciente víctima:
—Cariño —sofocada, casi sollozando—, vengo destrozada.
—¿Qué te ocurre? —acogiéndola entre mis brazos.
—¡Es horrible! Javier se ha despedido hoy de todo el equipo. Las pruebas médicas de las que estaba pendiente… Le han dado muy pocas esperanzas.
—¡Vaya! —simulándome apenado—, cuanto lo siento, con la buena pareja de baile que hacíais.
Soy un ángel, ya digo, pero podría llegar a ser la peor bestia sobre la faz de La Tierra si es que me lo propusiera, sólo es cuestión de actitud.

Mancillando a Kavàfis




Un hombre mira al cielo, a un lado y a otro, respira profundo y piensa: "Domingo de primavera, buen día para morir". Su mente suele maquinar negros pensamientos cuando se siente en el trance de afrontar su destino y decidir el de otros mientras percibe la paradójica impresión de que todo resulta insoportablemente perfecto. Desde la esquina en que espera puede escuchar con total nitidez el sonido de los pájaros de la mañana. El escaso tráfico apenas perturba la tranquilidad de los pocos transeúntes que cambian de acera para caminar bajo el sol. Nadie tiene prisa, incluso se diría que los corredores que por el margen del río practican deporte, disminuyen la cadencia de sus pasos como para poder aspirar la calidad de un ambiente y un aire hoy menos agitado y contaminado.
Inspira hondo de nuevo, tratando de retener el aroma de las calles, después de haber alimentado ya su memoria visual y auditiva refrescando el recuerdo del barrio donde se crió y creció; la ciudad a la que había regresado después de tantos años y que en unas horas abandonaría por no sabía cuánto tiempo más. La perspectiva de salir del país, de poner una vez más miles de kilómetros de desarraigo por medio, le hace golpear con el tacón de una de sus botas contra la acera en una contenida expresión de la desazón que siente al pensar en ello.
No hallarás otra tierra ni otro mar
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios
llegará la vejez; pues la ciudad siempre es la misma.
Otra no busques —no la hay—
 Entretiene la espera verbalizando mentalmente un poema. Y bucea entonces en sus recuerdos para revivir el momento en que descubrió a Kavàfis en la taberna donde solía leer y sobre todo escribir, tan sólo a unas calles de allí, y en la que se sentaba a una vetusta y ennegrecida mesa de madera en un rincón desde el que dominaba todo el local. Piensa que nunca supo si desde su atalaya buscaba más la inspiración necesaria para sus creaciones o la excitación que le reportaba aquel acto de exhibicionismo que suponía escribir en un lugar público; sobre todo después de que se impusiera entre los más jóvenes la moda de frecuentar el casco antiguo donde se concentraban las tascas con más solera, los bares de viejos hasta aquel momento y su lugar de trabajo preferido como escritor. Sin embargo, siente terriblemente lejana aquella imagen de su juventud, el despertar de sus sentidos al mundo. En aquel tiempo la poesía suponía para él una forma de vivir más intensamente la realidad; después se convirtió en su vía de escape para no perder la cabeza o, mejor dicho, para no sufrir. Como ocurre ahora: comienza a temer la llegada de los primeros síntomas de un ataque de ansiedad e intenta buscar refugio en un nuevo poema.
Quien confrontar su espíritu desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará...
No consigue recordar los versos que siguen. Trata de evocarlos mientras introduce las manos en los bolsillos de su chaqueta y, de pronto, una fría sacudida que procede de su mano derecha le hace recorrer veinte años de su vida en dos segundos, desde la tasca de su juventud hasta el retorno a su ciudad de las últimas horas. Se marea, y ha de apoyarse contra la pared, sin duda por la tremenda velocidad de tal viaje. Es entonces cuando comienza a derrumbarse; en un instante siente su pecho acalorado, respira con dificultad y empieza a asustarse por la taquicardia que le sobreviene. Nunca había experimentado tan fuertemente los síntomas de un ataque de pánico. "¿Me iré a morir precisamente ahora? ¿Me quedaré sin aire? ¿Será esto un infarto o un ataque de locura?". Sólo cuando está a punto de tocar fondo, cuando casi empieza a nublarse su visión, llega el momento en que racionaliza y diagnostica de forma acertada lo que le está ocurriendo, es más intenso que otras veces, pero nada nuevo, y trata de recobrarse, de recuperar el equilibrio —en su sentido más profundo y también en el literal— volviendo a Kavàfis.
(...)Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como...
Y de nuevo se queda atascado. Sabía que sería inevitable recordar, se había propuesto refugiarse en su infancia y en los momentos más gratos que había vivido en la tierra que tanto amaba, pero la espera, mucho más larga de lo que suponía, estaba comenzando a hacerle desvariar. Ya no son bonitas imágenes de su pasado las que acuden a su pensamiento, sino terribles fotografías subliminales que le provocan, una y otra vez, un punzante dolor en su lóbulo frontal izquierdo. Sin duda el nivel de tensión en el que permanentemente vive inmerso, intensificado ahora por la espera en aquella esquina, busca una vía de escape; su psique es el magullado casco de un barco a punto de reventar bajo la presión de una sima abisal. Decide concentrarse en el poema que recuerda con dificultad como quien ora para sedarse ante una aflicción.
Quien confrontar su espíritu desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como...
Pero no logra continuar, y repite los mismos versos inconclusos hasta seis veces. "Está bien, está bien", se habla en silencio a sí mismo, "respiremos: tomar aire por la nariz, sentir cómo se hincha el abdomen. Ahora espirar, notar el vientre desinflándose como un balón pinchado. Bien, así, otra vez... y otra. No es posible que te hayan vencido los nervios, tú al que en otros tiempos apodaban Ironman. Tú, hombre sereno ante la adversidad, templado frente al riesgo, decidido en el atolladero, valiente en la frontera que separa heroicidad y locura, cerebral en el caos. Tú, que has logrado diferenciar vida interior y realidad, abstracción y compromiso, pensamiento y conducta; asumiendo la contradicción como parte de la condición humana".
Siente entonces los ojos, fijos en él, de un muchacho parado en la acera contraria; es muy joven y al percibir que su indiscreta mirada es correspondida, agacha la cabeza y continúa su camino. El hombre de hierro se reconoce en aquel chico, y después de perderlo de vista tras una esquina piensa en si aquella había sido una imagen real, o una representación de su pasado, de sí mismo en su juventud en plena batalla por la búsqueda de la identidad. De cualquier modo, real o no, sus ojos, que en el último instante antes de huir reflejaron sorpresa y miedo al ser descubiertos, le han hecho recordar otros versos del poema que obsesivamente repite y no logra completar, aunque no sean los que corresponden al punto donde había quedado varado.
Aprenderá de los placeres.
No temerá la destrucción.
Un buen montón de sensuales poemas de su autor favorito sería capaz de recitar de corrido; los ha leído cientos de veces en la página web de poesía gay de la que es administrador. Sin embargo, no consigue recordar al completo aquel otro: "Confrontación" de Konstantino Kavàfis. Piensa entonces que la poesía y las modernas tecnologías le han hecho mucho más llevadera en los últimos años la prisión del exilio, en algún momento había llegado a afirmar más aún: le habían salvado la vida.
Encontró una manera de ofrecer algo a los demás, de comunicarse con el resto del mundo, de sentirse vivo no sólo a través de su práctica onanista como poeta desconocido. Hasta ese momento la vida que llevaba lejos de su país, emborronando cuadernos y entregado a la promiscuidad y la lujuria, le había convertido en receptor de serios mensajes de advertencia por parte de la cúpula dirigente de la organización terrorista en la que militaba.
Sí, ahora recordaba, ya casi lo tenía:
Quien confrontar su espíritu desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como
tampoco la por todos aceptada falsa rectitud.
Aprenderá de los placeres.
No temerá la destrucción
Y de pronto todo se detiene. Él ya no es él, es un personaje de película en una secuencia de acción, un autómata sin sentimientos, engranaje de una cadena en movimiento, brazo ejecutor del hado que nos tiene atrapados. El hombre al que aguarda sale de un portal. Cruzan una leve mirada al encontrarse frente a frente; está seguro de que es él. Lo sigue, aproximándose por su espalda, tratando de calcular el segundo preciso, de entre el poco margen de actuación que ha previsto, para acelerar y en tres pasos pegarse a él. Sujeta la pistola en el bolsillo de su chaqueta situando ya el dedo en el gatillo, sintiendo en su mano el frío del metal asesino. Aumenta la velocidad de su marcha, uno, dos, extrae el arma y se dispone a apuntar a la nuca de su víctima hasta tocarla con el cañón tras el último paso que se dispone a dar, cuando percibe un movimiento extraño a su lado, un grito, una detonación, los ojos del muchacho en los que creyó reconocerse sólo unos minutos antes, un golpe en el pecho y se desploma cubriéndose el tórax y retorciéndose en el suelo como para tratar de sujetar la vida que siente escapar por la puerta abierta tras el orificio de entrada de la bala que acaba de recibir. Cazador cazado, piensa, y es su último pensamiento lúcido. El joven que lo había descubierto y que ha disparado contra él se inclina y comienza a hablarle en tono interrogativo, sujetándole por los hombros y agitándolo; pero el yacente, que lo único que espera ahora es su propia muerte, ya solamente alcanza a recitar, jadeante, el poema completo que por fin consigue recordar:
Quien confrontar su espíritu desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como
tampoco la por todos aceptada falsa rectitud.
Aprenderá de los placeres.
no temerá la destrucción,
Pues la mitad de la heredad ha de ser demolida.
Sólo así crecerá virtuosamente en la Sabiduría.

¡Imbécil!, es la última e irreverente palabra, por ir dirigida a un moribundo, que se escucha tras el final de los versos de Kavàfis y de una vida en aquella esquina de la ciudad.

Padre nuestro


Padre nuestro que estás en el cielo
Padre nuestro que estás en el cielo
Ernesto reza su tercer Padre Nuestro doble sin obtener resultado, pero no desespera. Esmerado y paciente, perseverante y creyente en su buena suerte y en la eficacia de la intercesión divina gracias a la fórmula que una anciana hechicera le desveló hace muchos años, antes de la muerte de su madre: “reza un padre nuestro doble cuando estés buscando algo y es seguro que encontrarás lo que buscas”.
Santificado sea tu nombre
Santificado sea tu nombre

     "¡No estoy rezando con fe!", piensa. Y recuerda una charla del hermano Ángel: "hay que orar reflexivamente, entendiendo lo que se dice, que a veces parecemos un coro de cacatúas". Ateo por la gracia de Dios y de los Hermanos Ludovicos. Ernesto aprieta su puño como el día en que su padre fue a visitarlo y le dio una moneda que estuvo estrujando hasta llagarse y sangrar la palma de su mano. "Debo concentrarme":
Venga a nosotros tu reino
Venga a nosotros tu reino
Mueve su lengua con furia. “La sinhueso” como decía el hermano Damián. Uno de los músculos más ejercitados y trabajados en su obsesivo afán por esculpir un cuerpo perfecto desde que descubrió el arte al que habría de consagrar su vida: convertirse en el amante perfecto, un experto en lides amorosas. Había ideado para el entrenamiento de este órgano un curioso sistema de cuerdecillas, pequeñas poleas y pesas, que con el paso de los años habían conformado una lengua musculosa, larga, flexible, magnífica, placenteramente despiadada.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
Ernesto podría haber llegado a ser virtuoso de cualquier disciplina a la que se hubiera querido entregar; "es un auténtico niño prodigio", decía el hermano Carras. Sin embargo, descubriendo a temprana edad la levitación orgásmica, la intensidad supina del abandono terrenal, de la muerte por unos segundos que podía provocar en una mujer; había empleado toda su inteligencia y creatividad en convertirse en un maestro del placer.
Danos hoy nuestro pan de cada día
Danos hoy nuestro pan de cada día
Criado entre frailes, de los que no acababa de renegar del todo pues entre ellos ninguna de sus necesidades físicas había sido descuidada. Deteniéndose a pensar llegaba a la conclusión de que él mismo había abrazado, con la entrega a su actual ocupación, cierto tipo de votos que lo habían convertido en el monje de una especie de nueva orden. “Ernesto García. Morenazo apolíneo. Descubre un nuevo mundo de sensaciones. Sólo para ellas. Exclusivamente tête à tête”. Durante los últimos meses, tras su traslado definitivo a la capital y la publicación del anuncio en los periódicos, Ernesto había podido constatar la gran cantidad de personas que existen necesitadas de amor.
Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden
Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden
Los frailes pretendieron convertirlo en uno de los suyos, fagocitarlo. Malena, la dulce mediadora entre el mundo exterior y el sistema semicerrado del “hogar”, Mala en la intimidad, lo salvó. Descubrió su talento, las cualidades innatas que se echarían a perder si seguía el recto camino, sin duda para él también la senda equivocada. "Les salió rana su jodido Marcelino Pan y Vino". Ernesto no se había parado a analizar bien el motivo de su visceral odio hacia los frailes y por extensión a todo lo que oliera a religión. Pero podía intuir, cuando le rondaba esta interrogante, que su actitud no era más que una proyección de la rabia que no quería o no podía sentir contra la madre muerta y el padre que lo abandonó.
No nos dejes caer en la tentación
No nos dejes caer en la tentación
Llega el momento, va a ascenderla a los cielos. Agita la lengua en su interior calculando dos dedos de profundidad, en la zona anterior derecha y presiona al mismo tiempo su abdomen hacia abajo con la mano, justo por encima del hueso del pubis. El comienzo de la dilatación del punto Gräfenberg coincide con la repetición del verso:
Y libranos del mal
Ernesto pausa su deprecación y ya sólo se concentra en estimular, con toda su vasta experiencia y profundo conocimiento, la puerta de entrada del orgasmo que sabe está al borde de desencadenar. Un hilo de saliva mana de la boca de la mujer mientras profiere profundos gemidos. Ella se vence hacia atrás, tensionando todos sus músculos y curvando la espalda al máximo. Ernesto la acompaña en su caída, sin dejar de estimularla, procurando con sus fuertes brazos que no se haga daño en el incontrolado movimiento que acaba por postrarla en posición decúbito supino sobre el lecho. Todavía en esta postura continúa agitándose por unos segundos hasta finalmente relajarse e ir recuperando poco a poco el aliento. Ernesto asciende entonces lentamente hasta colocarse a su lado, sonríe y susurra en su oído:
Amén y Amén.

Poetanás


      A la mañana siguiente, con la resaca a cuestas, quise asociar mi nocturno encuentro satánico con un sueño etílico. Los hechos que han sacudido nuestras vidas desde aquel día, concordando con las promesas hechas por el diablo, han demostrado que algo hubo de real en mi dichoso —de momento tómese en el sentido que se prefiera— encuentro con Satán.
Iván duerme, como en la noche de autos, aunque la localización ya no sea la misma. Nuestra casa es ahora mucho más espaciosa. La mansión con la que siempre soñó mi compañero; no suntuosa por superfluo lujo sino por la necesidad de disponer de una mayor superficie para hacer realidad todas las ideas que, en una vida dedicada al interiorismo y la decoración, mi compañero ha podido imaginar como parte de la que sería su morada ideal.
A esta hora de la madrugada en el día de hoy, que ya es mañana, quiero rememorar lo ocurrido con propósito de enmienda, como examen de conciencia o, quizás mejor, por exorcismo puro y duro.
El diablo golpea mi persiana, sin violencia, sólo para llamar mi atención, como tratando de no despertar a Iván, que plácidamente duerme junto a mí todavía en los labios con los restos de esa sonrisa tonta que le provoca el sueño del hachís. Me sobresalta el sonido ondulante de las tablillas de aluminio percutidas con mimosa insistencia. Con los ojos ya abiertos, al menos todo lo que permite el sopor del que aún soy preso, dirijo mi mirada hacia la ventana a través de la cual sólo penetra la luz por los agujerillos de la moderna celosía. Percibo entonces una voz susurrante que me pide en doble imperativo, primero más firme y a continuación casi suplicando:
—¡Eh! ¡Acércate muchacho!, acércate.
Como quien acude al encuentro de un viejo conocido con el que hace siglos que no tropiezas, presto y escéptico, pongo los pies en el suelo —obviamente tómese en sentido literal— y me dirijo —sin saberlo— al encuentro con mi destino. Todavía no lo puedo ver, no he levantado aún la persiana, pero sé quién es; Lucifer, que me vuelve a hablar:
—Hoy me siento generoso, muchacho. Te concederé un deseo, y no te he de pedir a cambio nada que tú no hagas con perfecto agrado, ¡pedazo de maricón!
Debo señalar que no me ofendió el homófobo final de su segunda alocución, pues es bien sabido que el demonio recurre con profusión, en su normal modo de hablar, a todo tipo de viles y groseras expresiones con el fin de socavar el ánimo de su, por lo general, alucinado —participio pasivo, adjetivo y sustantivo a la vez— interlocutor.
—Dime, muchacho. ¿O debería decir muchachita? —ni caso— ¿Qué es lo que más deseas en este mundo? ¿Dinero, fama, éxito o quizá los superpoderes de Supergirl?
Por si aún albergaba alguna duda sobre la identidad de aquel que aspiraba a genio de la lámpara, versión persiana aluminosa, pude entonces comprobar, tras su última pregunta, que el deslenguado demonio que me tentaba conocía hasta mis más profundos pensamientos y fantasías, aquellos que ni tan siquiera me había atrevido a compartir con mi gran amor, Iván, unas veces por ocultar mis delirios de grandeza, otras para no parecer infantil en exceso o directamente una loca total.
—¿Reencarnarte en Safo, veintisiete siglos atrás en el tiempo? ¡Menuda zorra la Safo! Ella también me conoció y me conoció en su día. Y tú... ¿a qué aspiras? —Satán ponía el dedo en la llaga: mi musa y mi gran pasión, la labor a la que siempre me había entregado con toda el alma, precisamente, ahora lo sé, aquello que trataba de arrebatarme Satanás, la poesía— Veo que te has quedado sin habla, modosita poetisa. Está bien, te haré una propuesta. Hasta los infiernos me ha llegado la información de que no logras despuntar más que en endogámicos y provincianos cenáculos. Es tu secreta gangrena, te mueres aunque no lo confieses por aparecer en los medios, por publicar en grandes editoriales, por ganar premios de prestigio que alimenten tu ego, por tener millares de lectores. Lo deseas con todas tus fuerzas ¿no es así? Okey —sin duda el diablo sabía también con qué vocabulario podía golpearme directo al hígado—, iré al grano: levanta la persiana, satisface mis deseos carnales y yo haré lo propio con tus mundanos anhelos.
Belcebú es tal y como siempre lo imaginé: un apuesto y musculoso mancebo rapado al cero, con un gesto cínico en el rostro, el cuerpo cosido de piercings (orejas, cejas, nariz, lengua, boca, pezones, ombligo y genitales) y un enorme pene en permanente erección surcado por tremendas y prominentes venas hasta la misma base de su descomunal prepucio. El Ángel Caído quería que se la mamara y yo sabía que, en caso de acceder, no iba a soltar mi cabecita de entre sus garras hasta que la última gota de su diabólica semilla se escurriera dentro de mi garganta.
Procedí con deleite, para qué mentir, mereciendo todos los insultos y obscenidades que profería el rey del averno. Me empleé a fondo y hasta el final a pesar del dolor en los quijales y de encontrarme al borde de un atragantamiento fatal durante la catarata faríngea que se me vino encima. Iván, entonces me convencí, debía ser víctima de un hechizo, él y probablemente todo el barrio; de otro modo no se explica que nadie se inmutara tras los desmedidos y terroríficos alaridos que la bestia de falo gigante vomitó mientras eyaculaba más allá de mi úvula.
Repuesto del trance, tras beber buena cantidad de agua de la botella que siempre tengo a mano justo al pie de la cama, y con el anticristo aún resollando ante mí, fue cumplida la parte del trato que me beneficiaba directamente: Satanás me reveló la clave del éxito, el método que debía seguir para obtener reconocimiento y triunfar como poeta.
—Presta atención porque no te lo repetiré otra vez —dijo el diablo—. Deberás proceder del siguiente modo: construye versos sin significado alguno, une sustantivos con adjetivos imposibles, elabora proposiciones de delirante predicado, supera la realidad aliándote con la irracionalidad y el automatismo psíquico y adorna o precede tus obras con versos o citas de los grandes monstruos de la poesía o de los muchos poetas y pensadores malditos que la historia ha legado. El resto, las felices consecuencias fruto de tu nuevo estilo, te será dado por añadidura —otro de los recursos del príncipe del mal: mofarse de las sagradas escrituras parafraseándolas—.
No recuerdo nada más. Amanecí en la cama, con un fuerte dolor de cabeza y la lengua de estropajo que, hinchada, se pegaba por todo el paladar de mi boca reseca. Sentía también un hueco dolor en las mandíbulas, como de haberlas forzado hasta el exceso, y una tremenda sed que no pude paliar pues no encontré ni gota en la botella que yo creí haber dejado al menos con medio litro de contenido líquido en el momento de acostarme a dormir la noche anterior.
Le narré mi sueño a Iván eludiendo los detalles más escabrosos, pero durante el resto de la jornada me olvidé del asunto hasta el momento mismo de volver a sentarme a escribir frente a mi viejo portátil. Con mi mano izquierda sostenía las bases de un suculento certamen poético, y con la derecha manejaba el ratón del ordenador para abrir un nuevo archivo en la anticuada versión del programa de tratamiento de textos que corría en mi también vetusta máquina. Reflexioné durante unos segundos rememorando mi encuentro con el maligno, volví a ojear el tríptico que contenía las condiciones técnicas exigidas en aquel concurso de poesía, tan espléndidamente dotado en premios, y decidí, sólo por probar, seguir las indicaciones de Legión y presentar una composición sujeta a los parámetros dictados por él como infalibles frente al triunfo. Bajo el epígrafe de Apocalypso, y salpicada de citas de Dante, Goethe, Shakespeare, Kierkegaard, Jacques Cousteau y el libro del Apocalipsis, construí la más demencial obra versificada de la que fui capaz.
Un mes más tarde, con presencia de numerosos medios de comunicación, recibía todo tipo de halagos y parabienes al recoger el primer premio en aquel concurso, de manos de prestigiosos y consagrados poetas a los que jamás soñé con llegar a tratar de igual a igual. La oferta de publicar en un importante sello editorial cerró el entusiasta acto del que fui principal y perplejo protagonista.
Pocos días después, al consultar mi cuenta corriente tras recibir la notificación del ingreso del premio en metálico, se confirmaron mis más oscuras sospechas: "Su saldo a fecha de hoy: sesenta y seis mil seiscientos sesenta y seis".
El moderno vellocino de oro, el dinero, posee un poder de atracción demoledor; pero yo soy más listo que el demonio. Los críticos se empeñaron en encumbrarme construyendo sesudas interpretaciones sobre la amplia obra que desarrollé bajo mi nueva voz. Crecía mi cuenta corriente, aumentaban las ediciones de mis libros, me vi obligado a contratar los servicios de una agente literaria y un secretario; pero el éxito no consiguió cegarme del todo. Cuando lancé al mercado los mejores poemas de entre los que había creado antes de mi encuentro con Satán, el gran batacazo de ventas que experimenté terminó por despertar mi adormilada conciencia. La rabieta inmediatamente posterior me llevó a editar otros tres libros más, bajo la demoníaca receta, con los que reírme de los críticos y engrosar aún más mis millonarios beneficios. El colmo de la desfachatez se dio en mi última etapa triunfal, al atribuir los intérpretes de mi obra significados a la misma que yo públicamente desmontaba y negaba, pero que ellos se empeñaban en mantener defendiendo la existencia de una fuerza y un sentido superior que ni yo mismo podía llegar a dominar ni comprender. Fue entonces cuando decidí recuperar la palabra, cuando comprendí que lo que Lucifer había pretendido era matar el sentimiento estético que daba sentido a mi existencia.
La decisión estaba tomada. Belcebú se volvió a presentar ante mí, esta vez en sueños, para advertir que apartarme de la senda por él marcada provocaría mi descalabro en el mundo literario, el ostracismo y mi vuelta al anonimato. Pero desenmascaradas sus malignas intenciones y su pretensión de transformarme en un autómata sin alma, no dudé ni un segundo en determinar darle para siempre la espalda.
   Ayudé a Iván a levantar su empresa de interiorismo, ingeniería, reformas y arquitectura y en la actualidad, en absoluto arrepentido de la decisión por la que volví a tomar las riendas de mi vida, sigo compartiendo mis poemas con el reducido círculo de colegas, amigos y seguidores que cada jueves de madrugada se reúne en El Parnaso; café, sala de conciertos y exposiciones, librería y lugar de encuentro cultural que regento. Con respecto al diablo, enrabietado, sigue golpeando de vez en cuando mi persiana con su gigante miembro erecto; mientras que yo, inalterable, simplemente le contesto con media sonrisa en los labios, en atronador silencio y rezándole una oración de sincero agradecimiento.

Radioterapia

    Nunca es tarde para tirar la propia vida a la basura. La tendencia a la ruina está en la esencia de la condición humana. Aquellos que tratan de llevar una existencia rutinaria y tranquila, exitosa y normalizada, acaban somatizando la represión de este natural impulso autodestructivo que ha de conducir al hombre a transitar por un estrecho camino al borde del abismo. A menudo la enfermedad física y el trastorno mental no son sino el resultado de la negación del componente anárquico que debemos cuidar, como si de un nivel en sangre vital para la salud se tratara. Una contradicción, pues, si esto es así, para alcanzar el equilibrio ideal es necesario arriesgar al máximo, habitar el punto exacto en la mínima expresión del centro de gravedad en el que sea posible balancearse en grado extremo sin llegar a caer. Bien es cierto que podemos tratar de habituarnos a una insana vida de inveteradas costumbres, aburrida y cómoda por monótona, pero aun así, el caos acecha siempre amenazando con adueñarse de todo; otras vidas pendulares a la nuestra, el azar o una circunstancia extraña y repentina pueden provocar un vuelco de los acontecimientos que conforman nuestra realidad vital. Toda esta amalgama de sofismas ha afectado mi existencia en los últimos tiempos de un modo brutal, hasta el extremo en que sólo el choque de todos ellos, en el que yo creía un punto sin retorno, ha conseguido devolverme la paz y salvar mi familia.
 Con el convencimiento de que todo es mentira, de que ninguna interpretación sobre los acontecimientos que nos afectan es más válida que otra, pero con la cínica certeza de que una ordenada argumentación de las cosas, verosímil y convenientemente razonada puede aparecer a los ojos de un posible receptor como una verdad asumible, me dispongo a narrar los insólitos hechos que en los últimos tiempos casi provocan el desmoronamiento de mi matrimonio y la pérdida de mi salud física y mental.
Es esta una trama moderna, por ello quizás también condenada a pasar pronto como adscrita a una moda surgida del inicio de la era de la comunicación global. Miles de historias como la mía se reproducen hoy por hoy en todo el mundo, con matices distintos, pero con igual o superior grado de sofisticación o crudeza. Un día, superada la tragedia que vivimos, testimonios similares al mío volverán a ser pasto de reality shows televisivos, suponiendo que sea posible un tiempo venidero en que retomemos la capacidad de revolcarnos en el fango del adocenamiento sin remordimiento alguno; después de todo, lo normal en tiempos de paz. Quienes aborrecen una sociedad apática, moralmente relajada, conservadora y abúlica, es que no han conocido el horror y la guerra, la amenaza de la muerte y la destrucción, la violencia del fanatismo terrorista.
Todas estas reflexiones también estarán fuera de lugar, soy consciente de ello, en otro contexto histórico o en otras circunstancias que habrán de llegar, y en las que se percibirá como pesimista la visión de las cosas que expongo; pero así es como las he vivido y como las siento y, en este momento, no quiero —tampoco sé si sería capaz de hacerlo— manifestarlas de otra manera. La tragedia que ha afectado a nuestra ciudad en los días previos a la escritura de estas letras y sus consecuencias futuras, impiden la narración objetiva de los hechos que cuento, más aún cuando la solución a mis problemas dimana directamente de la gran catástrofe que hemos vivido.
Y es que ahora me sorprendo al comprobar que pueden pasar bastantes minutos sin haberme sentido abrumado por la sensación de que mi vida no ha sido más que una metedura de pata continua, sin que mi memoria sea asaltada por los hechos del pasado que jibarizan mi autoestima, algo impensable para mí hace unos días, y no sólo por sentirme angustiado rememorando toda la historia que concluyó con el acoso del que fuimos objeto y el abandono de mi mujer llevándose a nuestros hijos a la otra punta del país; extrañamente también me atormentaban recuerdos de toda mi biografía anterior, incluso imágenes provenientes de la infancia, las traiciones que cometí, las palabras y actos inapropiados e inoportunos que desarrollé, los incontables momentos en los que no supe estar a la altura de lo que de mí se esperaba. Un día me sorprendí en casa, inmerso en mi flagelación mental, tomando carrerilla para estrellarme contra las paredes y los muebles, hasta casi conseguir que un gran armario ropero cayera sobre mí aplastándome; el gran estruendo y la pirueta que me salvó me hicieron reaccionar por primera vez, concluyendo que debía desarrollar alguna estrategia basada en el ejercicio físico repetitivo, para ocupar mi tiempo de ocio y no perder el control de mi cuerpo debido a la enajenación que de mí se apoderaba. Vivir con ello y tratar de no desmoronarme, ganando tiempo con el convencimiento autoimpuesto de que el paso de las semanas constituía un pequeño triunfo, era mi única esperanza en la idea de que una solución, que en aquel momento se me escapaba, quizás fuera posible algún lejano día.
Y de golpe aquel día llegó. En unos segundos, ante la magnitud de lo que mis ojos observaban, todos mis enormes problemas se convirtieron en insignificantes, se desvanecieron mientras contemplaba la cegadora luz que engulló el centro de la ciudad a la que regresaba después de trabajar. El gran atasco en el que estaba atrapado en la principal vía de acceso a la capital me otorgó un lugar privilegiado, el asiento más centrado y de mejor visibilidad de todo el patio de butacas en que de pronto se convirtió la sierra circundante que cada día salvaba de regreso a mi hogar. Resultó ser una visión tan espeluznante como irreal en su apariencia, una broma pesada, el efecto producido por algún mago especialista en macroespectáculos urbanos nocturnos de sonido, luces y fuego, o al menos esto es lo que me pareció o pensé durante los primeros momentos, porque exclamaciones, teorías y rumores hubo de todo tipo en aquellos instantes y en el tiempo inmediatamente posterior en que la confusión se imponía al miedo o al dolor. Un temblor de tierra seguido de la visión de una gran bola blanca lunar, justo sobre la catedral, y un círculo concéntrico de igual resplandor que se extendía rápidamente en torno a ella, dejaban un rastro devastador: el corazón de la ciudad en llamas, mientras el rugido de un trueno interminable llenaba el aire aturdiéndonos con su estremecedor estampido.
No he seguido un orden lógico, pero me parecería inmoral haberlo hecho, debí haber ocultado el ataque terrorista nuclear que acabo de describir hasta el final de esta narración, habría conseguido con ello un efecto sorpresa conclusivo con el que tal vez esta historia habría quedado más redonda, la moraleja más acentuada, el deseo de relectura desde una nueva perspectiva reforzado, pero con tanta muerte, destrucción y dolor sobre nosotros haberme conducido como mandan los cánones de la técnica del buen relato habría generado en mi mente un nuevo pensamiento insano, de los que me perseguirían durante toda la vida aflorando obsesivamente en los peores momentos, como durante cada día de las semanas previas a la explosión: abandonado, arrepentido y asqueado de mí mismo, más allá de los hechos concretos que me habían conducido hasta aquella situación, me atormentaba el día en que rehuí la amistad de una mujer maltratada para ahorrarme problemas, la negación de auxilio a un muchacho tirado en un portal, el cacareo de cierto secreto de confesión, la traición y la mentira contra mi mejor amigo en la escuela primaria para evitar un castigo que merecía. Pasar ahora por encima de miles de cadáveres y familias destrozadas en pro de la calidad o el efectismo literario sobrepasaría el alto nivel de repugnancia en el que, por otra parte, siempre he estado dispuesto a sumirme para conseguir escribir una buena historia. O tal vez resulta que he cambiado.
Sí, lo admito, fue una estupidez colgar en la red aquellas fotos, en primer lugar porque lo hice sin el consentimiento de mi esposa y, sobre todo, porque las consecuencias externas imprevistas que ello nos acarreó perjudicaron gravemente nuestra relación. Mantener viva la pasión durante nuestros quince años de matrimonio con dos niños de por medio, estoy seguro que no es un logro generalizado entre las parejas que vivan en unas condiciones parecidas a las nuestras, pero nosotros lo habíamos logrado con imaginación y una actitud mental abierta a la experimentación. Yo me conducía maquinando premeditadamente nuevas experiencias, y ella me sorprendía dándome la réplica de forma improvisada. La vuelta posterior a la normalidad de la rutina social a menudo me impactaba al enfrentar la visión de una respetable madre de familia con la de una furibunda, violenta e insaciable mujer entregada a la cópula de tan sólo unas horas o unos minutos antes.
Bien, es obvio que hay asuntos que deberé resolver con mi esposa después de haber perdido su confianza al exponer en internet, sin que ella lo supiera, nuestras fotos haciendo el amor y sus desnudos posados. Imágenes trucadas para ocultar rostros y cualquier otro elemento con el que se nos pudiera identificar, pero que le molestaron igualmente cuando me vi obligado a desvelarle el uso que estaba haciendo del resultado de aquellas sesiones de fotografía erótica digital. Puedo esperar cualquier cosa y habré de admitir sumisamente sus exigencias para poder tenerla de nuevo a mi lado, incluso dudo sobre el hecho de que las líneas que en este momento escribo puedan llegar a salir a la luz, porque, aunque hasta ahora nunca ha interferido en mi trabajo literario reprobando la utilización de material personal en mis escritos, puede que su confianza en mi capacidad de ficcionar la realidad haya quedado seriamente mermada y tenga que someterme a su veredicto censor. Quizás me pida que limite o rompa mi relación con las nuevas tecnologías, no quiero ni pensar que supedite la continuidad de nuestra reconciliación a que deje de escribir como prueba de la renuncia que estoy dispuesto a asumir para volver con ella; la conozco, y en situaciones extremas soy consciente que puede mostrarse así de radical.
Casi la puedo ver ahora, de pronto comienza a hablar subiendo marcialmente el tono de voz, se crece, hincha su pecho y a mi mente acude su enorme fascinación por el estudio de las técnicas de sabotaje y guerrilla urbana, su colección de armas, el esmero y cuidado con el que prepara un cóctel Molotov o una bomba casera, sus prácticas de tiro, su biblioteca repleta de manuales y textos con capítulos tan delirantes como: La importancia del factor sorpresa; conocer el terreno en el que se actúa; Movilidad y velocidad en tácticas de calle; Asalto, penetración y ocupación; La emboscada perfecta; Liberación de prisioneros; Propaganda armada; Guerra de nervios. En fin, hay a quien le da por la colección de dedales de porcelana, el aeromodelismo, las casitas de muñecas, la caza, el punto de cruz o la fabricación artesanal de moscas de pesca; yo tengo por esposa a una líder revolucionaria en potencia, una más que segura dirigente de la resistencia en caso de invasión extranjera o alienígena. Con sus conocimientos y su genio habría podido librarse sin problemas de las personas que nos molestaban y que, indirectamente, me obligaron a contárselo todo, pero, despechada, optó por alejarse y dejar que me enfrentara sin su ayuda al problema que sólo yo había generado, con los estúpidos actos que habían desembocado en el acoso telefónico y presencial de los sujetos que, por medios que desconozco, habían logrado descubrir nuestra identidad.
"Os mando algunas de mis fotos para vuestra web, me gusta el sexo y me encanta que me hagan fotos. De momento no tengo fotos en acción pero si recibo muchos comentarios igual me animo a mandarlas. Besos para todos". "Espero comentarios acerca de mi querida esposa Marta, ¿no creéis que tiene un cuerpo increíble?". "Somos Pepa y Pepa de Madrid nos gustaría intercambiar fotos y comentarios calientes con otras parejas. Sin foto no contestamos". "Es la primera vez que envío fotos, espero comentarios del conejito de mi novia". "Pareja de León: esperamos comentarios en el foro". "Os sigo dando las gracias a todos los que me escribís y me mandáis fotos. Gracias a todos los que aprecian la belleza, el morbo y la sensualidad. Para todos ellos estas fotos". "Unas fotos de mi querida esposa, siento que no sean muy buenas pero de momento es lo que tengo. Por favor dejad comentarios". "Hola, me llamo Cristina y he decidido mandar mis primeras fotos, me excita verme en internet y saber que hay miles de personas que me observan. Me gustaría leer comentarios acerca de mi cuerpo y proposiciones indecentes. Por favor no publicar el mail, que contesten en el foro y nosotros responderemos". "Somos Mary y Erick de México DF, esto es solo una aportación de todo lo que tenemos". "Hola amigos de la página, somos una pareja joven de 22 y 21 años que deseamos compartir nuestras fotos con vosotros, para intercambio o comentarios (...)". "Hola chicos, es la segunda foto que subimos, gracias a todos los calientes que nos mandaron sus mails con fotos suyas y de sus novias". "Es uno de los conjuntos que más me gusta llevar, medias blancas, faldita corta, botas negras y sin bragas, os gusta? espero que sí". "Somos pareja de Chile tenemos 40 años y nos gusta el intercambio de fotos con chicas y parejas morbosillas. Ojalá manden fotos con mucho morbo". "Pareja de Murcia busca mirón: Si hay algún chico, chica o pareja que quiera ejercer de mirón con nosotros, que deje su contacto en el foro".

Tras conocer la práctica del cyber-exhibicionismo, me hice asiduo visitante de las páginas dedicadas al submundo de la exposición pública e intercambio de experiencias y fotografías eróticas, finalmente yo mismo participé enviando algunas de las imágenes que habíamos tomado con nuestra cámara digital en las ocasiones en que mi mujer y yo la habíamos incluido como un juguete más durante nuestros encuentros amorosos. Y todo ello lo desarrollé en secreto, sin hacer partícipe a mi esposa, pues, habiendo tanteado su opinión, descubrí que no era un asunto que le interesara en absoluto. Sin embargo, mi morbo se alimentaba con la oculta esperanza de que un día le revelaría que cualquiera podía observarnos, desnudos y practicando sexo, en el tablón de anuncios mundial donde yo había colgado nuestras fotos más íntimas, y que al mostrárselo, frente a la pantalla de nuestro ordenador personal, ella iba a disfrutar y a excitarse con la idea de haberse convertido en potencial objeto de deseo para millones de personas de todo el planeta.
Pero mis secretas fantasías quedaron truncadas un día en que le mostré a mi esposa las fotos amateur de una pareja exhibicionista y, ya abiertamente, me expresó su rechazo hacia dicha práctica diciendo que no se me ocurriera publicar nuestras imágenes y que si lo hacía no me volvería a hablar en la vida. "Demasiado tarde", pensé, y me juré no desvelarle jamás lo que había hecho y olvidarme yo mismo para siempre de ello, aunque para entonces ya me escribiera con un matrimonio del continente americano con el que intercambiaba fotografías a través del correo electrónico.
Nuestra casa se encuentra, se encontraba para ser más exactos, en uno de los barrios más afectados por el atentado. A mi mente no ha dejado de acudir durante estos días la historia de Sodoma y Gomorra, destruidas por la cólera de Dios bajo una lluvia de fuego y azufre debido a la indecencia y perversas prácticas sexuales de sus habitantes. Yo no soy más que un moderno Lot al que se le ha brindado una nueva oportunidad para encauzar su vida, aprender a valorar las pequeñas cosas, apreciar lo que tengo y no ambicionar más o, simplemente, dejar de hacer gilipolleces que, dados los pájaros que pueblan mi cabeza y de los que nunca me habré de librar, ya sería más que suficiente.

"Bebita y Jorge están aquí y tienen el deseo de conoceros, nuestro teléfono es el 646..." Casi me desmayo al escuchar la voz grabada que aparecía en nuestro contestador telefónico. Borré el mensaje sin tan siquiera anotar el número que habían dejado, pero no hizo falta, porque las llamadas se sucedieron y, ante su insistencia, de nada sirvió negar y perjurar que debía tratarse de una equivocación; mi esposa se dio cuenta de que algo muy extraño ocurría y comenzó a sospechar.
       Aquella pareja que acababa de cruzar el Atlántico pronto cambió de actitud al saber que yo deseaba que desaparecieran de nuestras vidas, que mi mujer no supiera nada sobre ellos y mis secretas prácticas en la red. La propuesta de conocernos y de intercambiar experiencias se tornó entonces en intento de chantaje económico. De modo que poco a poco se hizo imposible seguir sosteniendo la situación por medio de mentiras y, finalmente, me vi obligado a confesar. El resto de la historia ya la conocen: mi esposa me abandona llevándose a los niños, yo casi me vuelvo loco y de pronto  —perdón por el juego de palabras— “radioterapia”. Una bomba nuclear —real, no metafórica, aunque bien mirado también podría haberlo sido—, reduce a cenizas nuestros problemas.

      Herida, contaminada y desierta, todo el pasaje se ha agolpado en las ventanillas al sobrevolar la ciudad atacada. Este avión que atraviesa el país me lleva al encuentro con mi familia, mi mujer y mis niños, y para templar los nervios y la emoción, para acortar la espera, me cuento esta historia, la biografía de los últimos meses de mi vida, escribiendo sobre las servilletas de papel que incluía el almuerzo servido a los pasajeros del que no he probado bocado —poseo una gran capacidad para comprimir un texto escrito en muy poco espacio—.
     He sentido el aire que desplaza la muerte al pasar junto a mí rozándome con su negra capa, comienza ahora una nueva etapa de mi existencia que seguro también viviré al límite aunque, aprendida la lección, trataré al menos esta vez de ser más honesto. En este momento me invade un pánico atroz motivado por la idea de que el avión se caiga y no pueda volver con los míos para reiniciar otra historia; sería un paradójico final digno de los desenlaces con los que me gusta concluir mis relatos de ficción. Creo que pediré un nuevo par de servilletas a la auxiliar de vuelo para esbozar en ellas un final alternativo basado en esta idea, y anotar la posibilidad de convertir mi relato autobiográfico en una historia de realidad-ficción.

Cuaderno de Casos nº1. Pgns.1-9

Camarero, repartidor de publicidad, limpiador de pescado, mozo de carga y descarga, trasero inquieto, aprendiz de mucho durante toda mi vida. Ahora, tras muchos tumbos más debidos a una huida constante que a la búsqueda de mi verdadera vocación, me dispongo a inaugurar oficialmente este bonito cuaderno cuyas suaves cubiertas no me canso de acariciar. Me sitúo presto, en suma, para dejar constancia perdurable, en papel y tinta de toda la vida —no me fío de la durabilidad de ningún otro medio—, de los casos que hasta ahora he tratado y de los que, por afición o encargo, en el futuro me vaya dedicando a investigar en esta mi nueva ocupación que comenzó siendo de detective privado y ahora no sabría bien cómo definir.
Pero quizás en la primera página del que he bautizado como "Cuaderno de casos nº1", y antes de entrar en el auténtico meollo de la narración de los asuntos, personas y circunstancias concretas con las que me he enfrentado hasta hoy, habría de empezar a relatar mi historia desde el principio.
Al otro lado de la calle, desde la ventana tras la que en estos momentos descargo la tinta de mi Cartier 18 quilates, puedo divisar la entrada del local donde mi vida cambió de forma radical dando un giro de "trescientos sesenta grados", como se suele decir por estos lares. Las palabras de la dueña de la administración de loterías, al comprobar el premio del boleto que yo jugaba, han quedado grabadas para siempre en mi memoria: ¡Chacho, corre corriendo pa tu casa que aquí tienes un capazo perras!
Poe, Conan Doyle, Agatha Christie, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Georges Simenon, Vázquez Montalbán, han sido desde siempre mis escritores de cabecera. Y mi sueño, emular a Pepe Carvalho, el comisario Maigret, Philip Marlowe, Sam Spade, Hercules Poirot, Sherlock Holmes o Auguste Dupin. Mi afición por la novela negra, un curso por correspondencia de auxiliar de detective privado, el vacío legal existente sobre la materia y, para qué engañarnos, ante todo la gran cantidad de dinero que gané jugando a la lotería, me llevaron a intentar hacer realidad mi fantasía de convertirme en protagonista de aventuras detectivescas similares a las que tantas veces, desde bien joven, había devorado de toda la literatura policíaca que fue cayendo en mis manos.
Sin embargo, mi acercamiento a la realidad de la ocupación de mis sueños no pudo resultar más frustrante. Pasados los primeros momentos de emoción ante la novedad del trabajo que desempeñaba, pronto caí en la cuenta de que mi labor se iba a centrar, de forma casi exclusiva, en desenmascarar a maridos o esposas infieles y en el seguimiento de trabajadores en falsa baja laboral, tareas que de ningún modo me hacían sentir realizado. A pesar de todo ello, y de ser consciente de tener económicamente resuelta mi vida, no cejé en mi empeño y continué aceptando multitud de casos que no me agradaban en absoluto a la espera de otros que me hicieran sentir como un auténtico investigador privado, según la romántica idea que yo me había forjado de la profesión.
El primer caso que expondré aquí no resulta ni mínimamente representativo de los que con posterioridad viví, implicándome en intrincadas y peligrosas aventuras, y superando en muchos aspectos las más imaginativas y delirantes narraciones detectivescas y fantásticas jamás creadas; pero supuso para mí la iniciación en una realidad extraña que marcaría para siempre mi forma de ser y de actuar, transformando profundamente el objetivo que hasta entonces me había marcado en mi nueva vida laboral voluntariamente activa.
Considerando el posterior desarrollo de los acontecimientos, a este primer caso relevante al cual me dediqué no se le podría considerar en sentido estricto "caso"; más bien habría de quedar englobado dentro del prólogo del cuaderno de bitácora que en estos momentos me dedico a redactar. Prefacio o primer capítulo, el hecho es que su exposición resulta fundamental para la necesaria ordenación temporal de los sucesos que seguirán, y es por ello que comenzaré relatándolo.
Hace cosa de un año, un tipo se personó en mi despacho presentando un evidente cuadro de ansiedad. El parte meteorológico predecía tormentas para toda la tarde-noche; poco después comprendería que el nerviosismo de mi cliente en gran medida estaba motivado por las adversas condiciones atmosféricas anunciadas.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, tome asiento. Usted dirá.
—Pues mire, no sé por dónde empezar... Va a pensar usted que estoy mal de la cabeza o algo así.
—Por favor, hable con toda libertad. Considéreme en este momento como su ministro espiritual, puede estar usted tranquilo.
—¿Ministro?
—Quiero decir que puede usted hablar con confianza. Le ampara el secreto profesional. En mi código deontológico…
—¿Donto... qué?
—Esto... Disculpe, por favor, prosiga.
—Vale, yo prosigo. Verá usted, yo vivo solo, por suerte o por desgracia, y no tengo a nadie en el mundo y por eso he pensado en acudir a usted, porque últimamente me pasan cosas muy raras.
—¿Cosas raras?
—Sí, verá, yo querría que usted me vigilara.
—¿Que yo le vigile a usted?
—Sí, quiero que me acompañe, esta misma noche si es posible, y observe usted qué es lo que me ocurre.
—¿Y qué le ocurre?
—Pues eso es lo que quiero que usted averigüe.
—Explíquese usted un poco mejor porque no le entiendo.
—Mire, yo lo único que sé es que algunas noches, en días como éste, días de lluvia, me despierto por las mañanas completamente desnudo en mitad de la huerta, y que no consigo recordar nada del modo en que voy a parar a ese lugar. Digamos que me acuesto tranquilamente y cuando me vengo a dar cuenta ya estoy en cueros vivos...
—¿Padece usted de insomnio, sonambulismo?
—¡Oh, no! Nada de eso, además, suceden cosas extrañas. ¿Cómo explicaría usted que cuando despierto entre los limoneros, me recubra por encima del cuerpo una especie de baba; o que me amarre a la cama y luego aparezcan las ligaduras y los nudos intactos y yo me he conseguido escapar a pesar de todo?
—A ver si lo entiendo: usted quiere contratarme para que lo vigile durante la noche, y le explique después qué es lo que ha sucedido para amanecer sin recordar nada fuera de casa.
—Desnudo y en medio de la huerta.
—¿Puedo preguntarle a qué se dedica?
—Soy agricultor, aunque ahora más como afición que por oficio, porque hace unos años tuve un golpe de suerte ¿sabe usted? (...)
Aquel hombre me transmitió buenas vibraciones desde el principio, y aunque en algún momento llegué a pensar que podía no estar en sus cabales, finalmente decidí aceptar su caso convenciéndome de que se encontraba realmente angustiado, y de que en verdad precisaba de mis servicios y ayuda.
El encargo resultaba extraño, pero había conseguido despertar mi curiosidad. Esa misma noche quedé con mi nuevo cliente en la dirección que me facilitó, para servir de guardia nocturno en lo que yo estaba convencido no se trataba más que de un curioso caso de sonambulismo. De haber sabido el horror que iba a presenciar, no me habría mostrado tan optimista y receptivo. Aún hoy, conociendo como conozco a Sancho, sabiendo de las peculiaridades que adornan su curiosa existencia, y habiéndolo contratado como íntimo colaborador en la particular cruzada contra el mal en que se ha transformado mi vocación de investigador privado, me cuesta mucho presenciar sin volver la vista hacia otro lado, el momento en que experimenta su singular metamorfosis.
Con un buen libro, un gran chubasquero, una cámara de video y mi almohada de viaje, me dirigí a la dirección indicada dentro de la hora convenida, con la esperanza de realizar una buena toma en formato de video para que mi cliente quedara plenamente satisfecho. Una vez allí, pensé que a mi hombre le iba a costar bastante conciliar el sueño sabiendo que a los pies de su cama iba a estar un extraño vigilando todos sus movimientos; pero no fue así en absoluto. Hablamos de la sequía, de la temporada de la alcachofa, y un segundo después de su última palabra ya se encontraba roncando como un hipopótamo.
De la mano de un afamado literato sentí que el sueño me vencía. Mi última lectura, un relato en el que se mezclaba con supuesta maestría realidad y mitología, me dio la idea de atar el extremo de un hilo al dedo gordo de mi pie derecho y el otro a la marmota de ochenta kilos que parecía hibernar frente a mí. De esa forma, tras insuflar aire en mi almohada portátil, me dispuse yo también a tratar de descansar, manteniéndome al mismo tiempo alerta y a la espera de acontecimientos.
Desperté de madrugada, sobresaltado, y pude comprobar que no había sido la tensión del hilo que me ligaba a mi cliente lo que había provocado el brusco desvelo; le había dado la holgura suficiente como para que sus movimientos naturales al dormir no repercutieran en la atadura de mi dedo. Me llamó la atención, sin embargo, la postura que Sancho había adoptado en la cama: se hallaba completamente enroscado en una contorsión extrema que desató mi curiosidad. Me acerqué a él y pude observar que temblaba, sudaba con profusión y su cara había palidecido enormemente. Me asusté, pensé que se encontraba gravemente enfermo y traté de despertarlo. Entonces ocurrió: primero se estiró al máximo, permaneciendo rígido durante unos segundos, y después fui horrorizado testigo de cómo sus rasgos faciales comenzaban a diluirse, su piel adoptaba una textura casi transparente y sus extremidades se encogían más y más hasta desaparecer por completo. Poco después, convertido en una especie de babosa gigante, Sancho, o lo que demonios fuera aquello, resbalaba por entre las sábanas y el pijama, dejándose caer lentamente hasta el suelo, mientras yo empotraba mi espalda contra una de las paredes de la habitación, paralizado por el miedo.
Tardé bastante tiempo en reaccionar. Pero, pensando que aquello tal vez sería un acontecimiento irrepetible, tome mi cámara, le incorporé el foco que la complementaba y corrí tras el monstruo baboso que sólo unos minutos antes yacía en su lecho humano, en forma de rústico huertano roncador.
Durante aquella primera experiencia agoté rápidamente las baterías de mi video-cámara; fue un gran error, pues no pude grabar la transformación de la babosa gigante de nuevo en hombre, una vez que amaneció y los primeros haces de luz natural tocaron su cuerpo. En efecto, con el alba, fui de nuevo testigo de la metamorfosis, e igualmente horrorizado presencié cómo se repetía el proceso de transformación que había tenido lugar durante la noche anterior, pero esta vez en sentido inverso, recuperando el monstruo su primigenia forma humana.
En los días y semanas que sucedieron, el seguimiento y la investigación del caso se iba a centrar en tres aspectos fundamentales: documentación exhaustiva, a través de fotografías y grabaciones en video; estudio sobre las causas y origen de la manifestación y ensayos para el control, en momento y grado, de la transmutación.
Resultaría harto prolijo el exponer aquí, paso a paso, los procedimientos que fuimos desarrollando y los avances experimentados; no es el objeto de este informe realizar una descripción minuciosa de los mismos. Señalaré eso sí, cuáles fueron las conclusiones más importantes al término del proceso:
a) El origen del fenómeno coincidió en el tiempo con un incidente que Sancho experimentó una noche, al volver a casa, después de haber cenado en un mesón toda una cacerola de caracoles a la murciana. En plena tormenta eléctrica, un rayo lo alcanzó de lleno dejándolo sin sentido durante un período de tiempo indeterminado. Creemos que este hecho combinado —la gran ingesta gasterópoda y la descarga violenta de miles de voltios atravesando su organismo—, produjo una mutación genética que en determinadas circunstancias genera su modificación fenotípica.
b) Se consigue controlar el proceso de la mutación de dos formas: evitándolo cuando no se desea, en noches de lluvia, por medio de una mascarilla filtrante diseñada al efecto o provocándolo de un grado mínimo a total, según la necesidad o el deseo, a través de la regulación del suministro de ozono por medio de un mecanismo portátil acoplado a las vías respiratorias.
  Mi intuición no me iba a engañar al decidir contratar a Sancho. El desarrollo de acontecimientos   posteriores  —véase: "Caracolman y el Inspector Carrillo contra la Mujer Almeja", o "El Hombre Mosca y el fiel Sancho"—, corroborarían que mi decisión de formar equipo para luchar contra el mal había sido correcta; incluso antes de aparecer en nuestras vidas La Metáfora Humana y La Chica Hinchable, personajes con los que, en la actualidad, formamos el Cuarteto Invencible Cinco "O" —abreviado C.I.50—, en honor a nuestra fecha de fundación: cinco de octubre. Soy consciente de que hay muchas personas que no nos toman en serio, que hubo incluso quien nos tildó de locos, lo cual nos hizo comprender que debíamos emigrar y ocultar al mundo algunas de las peculiaridades que adornaban a ciertos miembros del grupo. Quizás algún día, al leer ésta que pretendo sea larga serie de cuadernos, se reconozca todo el trabajo realizado y el bien que hemos hecho al conjunto de la sociedad; este es mi deseo y mi intención al plasmar, sobre los papeles que tienen en sus manos, nuestras fantásticas aventuras en este prólogo que concluyo y en las páginas que seguirán.